19 de noviembre de 2008

Diluvio

Yo era agnóstico hasta que lo conocí a Dios, y me hice ateo. Yo lo conocí allá en Temperley, en la calle Zaragoza al fondo. Era un viejito bonachón, a simple vista decía llamarse Fermín, siempre con una camisa vieja y raída, pero limpia, y un enterito de jean. Los pelos largos, prolijamente desprolijos, la barba, la cara con la sempiterna sonrisa... ustedes se dan una idea. Nadie en el barrio le conoció nunca un laburo, y por lo que pude averiguar vivió siempre allí... quizás desde el principio de lo tiempos; aunque claro, él era Dios, eso podría haber sido hace cinco minutos. Cultivaba sus propias verduras en la quintita que tenía en el fondo, y repartía sus favores discrecionalmente: tanto un momento se mostraba servicial como al siguiente se negaba al más desesperado ruego. Así era Él, pero todos sabíamos en la barriada que en el fondo era un buen tipo. Lo que pasó no lo hizo de malo...
Yo supe que él era Él, una tarde de verano. Yo andaba mal, ahora no recuerdo qué, si algún problema de amores, o de trabajo, esas cosas a la distancia es como que se difuminan, lo que nos quita el sueño un día, a los pocos años no es ni siquiera una anécdota. La cuestión es que atardecía. Yo estaba en el porsch, dejando morir el día con una ginebra en la mano. El cielo, plomizo por el peso del calor y el smog, se oscurecía como mis pensamientos, minuto a minuto. En eso lo veo sentado ahí enfrente, en la penumbra de su casa, con la puerta abierta, a Fermín, que me miraba. Sin pensar en nada, le hice un gesto invitador con el vasito. Se levantó y parsimonioso, cruzó la calle y vino a sentarse al lado mío. "¿Una copita?" le dije, sin más preámbulo. "Cómo no, gracias", me contestó, fui adentro y volví con la botella de Bols y un vasito más, y mientras le servía me dijo, "¡Ah! el alcohol, uno de mis inventos más logrados". Entumecido como estaba yo, mucha bola no le di a esa primera afirmación, pero lo que siguió me terminó de convencer y despabilar. "Sírvase, maestro", le dije alargando el trasparente elixir. Agarró el vasito con la mano izquierda y se puso a tomar, callado, de a sorbitos. "¿Usted es zurdo?" le pregunté, tratándolo de usted con ese respeto que inspiran los viejos, y más Él en particular, no por nada sino por sacarle charla. "Es que la mano derecha es la mano de Hacer" me dijo, y la movió en un gesto imperceptible, indescriptible, que nunca le había visto hacer a ningún ser humano. La botella de ginebra aumentó repentinamente de peso en mi mano, y cuando la miré volvía a estar llena, cuando antes le quedaba apenas para un par de tragos más. "Tengo un par de amigos que matarían por tener ese gesto" le dije, en mi sorpresa, sacando cierta vena humorística. "¡Ho!¡ho!" se rió, con esa voz grave que tiene, "Pues no todo es tan fácil, cada gesto es un don y una responsabilidad, mirá" e hizo otro movimiento, un poco más amplio. Por un momento no pasó nada, pero al rato las luces de la ciudad ya cubierta por la noche se empezaron a reflejar en unas nubes que, salidas de la nada, cubrían el cielo. Minutos después, llovía, una lluvia agradable, densa, una bendición del cielo se podría decir con toda propiedad, que refrescaba el calor de aquella tarde de verano en que me convencí de que Fermín era Dios. "Así como vos te sentís agradecido por ésta lluvia, otros estarán puteándome". Dejó el vasito, se levantó y se fue. "Gracias pibe", masculló antes de cruzar la calle.
Al otro día ya no pensaba más en eso, mi problema de aquel entonces, el que no recuerdo qué era, me absorbía todo mi tiempo y mis energías. Y aunque luego cada tanto me acordaba, nunca me dio el cuero para hablarle, ni para ir a pedirle nada. Nunca hasta el día que empezó a llover. Mejor dicho, ese mismo día no: uno viviendo en Buenos Aires no se sorprende por un poco de lluvia. Ni por un día, ni por dos. Cuando íbamos por el tercero, cuando en los noticieros hablaban de anegamientos en toda la ciudad, de lluvias en el resto del país, me empecé a preocupar. Cuando pasaron dos días más y se supo que llovía en todo el mundo, decidí cruzar y hablarle. Chapoteando entre el agua que cubría la calle de cordón a cordón, fui y le toqué el timbre. Tardó en salir, pero yo sabía que estaba, por la puerta siempre abierta se veía una vela encendida sobre la mesa, consumida hasta la mitad. Al rato vino, caminando siempre tranquilo, de alguna habitación del fondo. "Juancito, tanto tiempo" me dijo. Habían pasado varios años desde aquella tardecita de ginebra. "Cómo le va, Fermín" empecé, de pura fórmula, y entonces le vi, la mano derecha, crispada al costado del cuerpo con aquel gesto incomprensible que ya había visto aquella vez, y que ahora aunque la tenía delante de mis ojos yo seguía sin poder comprender ni describir. "¿Qué pasó?" le pregunté, cabeceando hacia afuera, superfluas todas las explicaciones. "Ya ves. Me dio como un calambre... se me puso la mano así, y no me lo puedo quitar". Afuera redoblaron los truenos y el agua comenzó a caer con más fuerza aún. "Pero... ¿y qué se puede hacer?" le dije, fascinado en la visión de aquella mano que Dios extendía delante mío. "Y, nada, m'hijo... si yo no puedo hacer nada, ¿qué van a hacer Ustedes?". Sus ojos francos, su rostro tranquilo... Ese "Ustedes" fue tan amplio, lo sentí con el peso de miles de millones de almas en el mundo, me dio escalofríos. Sin mediar otra palabra, me di media vuelta, y me fui. La lluvia siguió... sigue aún. A Él no lo vi más, no se a donde habrá ido ni que le pasó. Ya los últimos edificios de Buenos Aires desaparecieron bajo el agua. Alguna que otra antena y la torre del Interama asoman aquí y allá. Miles, millones ya perecieron ahogados, suicidados, asesinados en los primeros disturbios, electrocutados mientras hubo luz, de hambre, infecciones, enfermedades... yo todavía aguanto, flotando agarrado a éste tablón, pero sin comida, cada vez más débil... ¡ves! Conociéndolo a Dios, cómo no querés que sea ateo.

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