Fue en la fonda del negro Julián, allá en el barrio del Abasto, sería por el '53 más o menos, que los conocí a Gamarra, al brazuca Edenilson y al franchute Ivory. Ivory probablemente, o mejor, casi seguramente que no era francés. Pero su nombre, Ives Ivory, con ese apellido esdrújulo y sajón que él hacía sonar galo a fuerza de pronunciarlo literal y agudo, sus maneras, de hombre culto y refinado, y su profesión, pintor potencial, todo conspiraba para que le digamos "el franchute". Yo creo que él frecuentaba esa fonda de mala muerte no por necesidad o por descarte, como todos nosotros, si no por opción, lo cual aunque era sabido, no dejaba de ser meritorio. Era pintor potencial porque en realidad nunca había pintado un cuadro, ni ensuciado sus manos con los viles óleos, tintes y aceites del oficio. Él los cuadros se los imaginaba, y te los describía. A la luz del quinqué, en el aire cargado de humos, alientos aguardentosos y sudores, su verbo traía magia y nos emocionaba, creo que era mejor que si viéramos el cuadro que él describía, de hecho no creo que nosotros (y menos en nuestro estado habitual) lo pudiéramos apreciar. Su fina estampa contrastaba vivamente con la de Gamarra y Edenilson, dos compadres que se habían conocido en Asunción y se habían venido para Buenos Aires atraídos por la promesa de trabajo y dignidad del General (el nombre era así, siempre tácito). Hombres recios, habituados a las privaciones, sus manos callosas y ásperas como lijas, se conchababan para albañiles, changarines, hombreadores o lo que hiciera falta. Edenilson era morochazo pero no negro. Gamarra era rojo, como la tierra que lo vio nacer, su semblante tenía el color y la textura del cuero viejo. Callado, la mirada acuosa siempre perdida, sólo cobraba algún brillo cuando, de tanto en tanto, se traía el arpa de la pensión y llenaba el aire del boliche de melodías con aroma a naranjos. Edenilson era más demostrativo, farfullaba continuamente (por lo menos hasta que lo apagaba el aguardiente del negro Julián), y solía meter barullo con sus tamboriles reminiscentes de la lejana Africa. Hay que hacer constar que Edenilson era más criollo que todos nosotros juntos, pero él reivindicaba siempre su raíz en el continente negro.
¡¡Ah!! ¡El aguardiente del negro Julián! Ese era el verdadero faro que nos atraía con su mentirosa luz a ese aborrecible boliche. Era horrible, pero prometía el cielo. Una copita, y uno ya sentía que el dolor de vivir, y no hablo de boludeces filosóficas, me refiero al auténtico dolor del cuerpo cansado de perrear jornadas de dieciseis horas, ya se empezaba a disipar. A la segunda clavada, uno dejaba de ser capaz de describir nada de lo que pasaba, y sólo quedaba el recurso de la narrativa de un tercero, yo en éste caso, que pudiera dar cuenta del hundimiento que se producía en las copas siguientes, hasta llegar al anestesiamiento total. Tengo la firme sospecha, nunca confirmada, de que el aguardiente consistía en alcohol de quemar, el mismo que nos alumbraba, cortado con unas buenas cucharadas de aceite de ricino para darle ese amargor que todos asociábamos con la buena bebida para machos, carajo. De lo que sí puedo dar testimonio, es de que en las frías mañanas yo podía usar un chorrito de ese líquido oleoso en la boca del carburador del Ford del patrón, cuando se ponía mañoso, para hacerlo arrancar casi al instante, como si la pobre y ciega máquina compartiera con nosotros el estremecimiento de ese primer golpe.
Algunos le echan la culpa al aguardiente, otros a la cizaña que metió el franchute, quién sabe; pero lo cierto es que un día Gamarra le entró a tomar inquina a Edenilson, a raíz de que el mestizo siempre le deformaba el nombre. Gamorra, Gomarra, se las bancaba, pero Gomorra era algo que no podía soportar. El poder sedante del brebaje que circulaba por la mesa, y el natural apocado y sufrido de Gamarra, que soportaba las chanzas cabizbajo y empinando el codo de tanto en tanto, nos hacía creer que no le importaba, o se olvidaba. Pero el franchute, que se reía como loco con las salidas de Edenilson, empezó a verduguearlo cada noche más, despertando en los ojos del guaraní un brillo que nunca habíamos visto. Y todos nosotros, los demás, tampoco estábamos muy lúcidos como para prever o anticipar lo que vendría. Doña Encarnación, la dueña de la pensión, me contó luego que varias madrugadas lo había encontrado a Gamarra, solo, en la oscuridad del pasillo, farfullando incoherencias. Dada la nube de pestilente hedor etílico que lo rodeaba, circunstancia nada infrecuente ni privativa del paraguayo, mucho no se preocupó. Ahora además creo que lo que hizo fue dejar de tomar en el boliche, acumulando las medidas de aguardiente en una bota que llevaba escondida, la misma con la cual lo encontraron la noche que lo roció a Edenilson y lo incineró mientras estaba en los simultáneos brazos de Baco y de Morfeo. El fuego consumió toda la pensión y no recuerdo como salí, quizás el propio Gamarra me sacó: yo sé que a mí estima me tenía. Asi que la moraleja es, nunca te emborraches, y menos jodas a un paraguayo, y menos que menos, si se llama Gamarra.
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