16 de febrero de 2009
4 de febrero de 2009
El primo del amigo de un tío de la vecina
Como esas personas que no sabemos bien cómo catalogar, asi hay historias que pasan de mano en mano y de boca en boca, adquiriendo en el camino condimentos (y seguramente perdiendo elementos). Esta verdad ha llevado a algunos a afirmar que "ya está todo inventado", de donde extraen la extraña conclusión de que entonces no vale la pena intentar inventar nada nuevo. Nada saben éstas gentes, parece ser, del placer de la relectura, ni del arte del contador de cuentos, ni del acopio (¿invención?) de anécdotas. Es más, siguiendo esa misma lógica, podría decirse que al ping pong ya se ha jugado antes, por lo tanto para qué jugar, que amar alguien ya ha amado, luego, de que vale amar, y que otras vidas ya han sido vividas, así que para qué vivir.
En fin, me estoy yendo por las ramas. A lo que iba es que el cuento que resucito hoy, fue escrito por mí como versión libre del argumento de una película que me narró mi viejo. La película posiblemente fuera italiana: qui lo sá. ¿Esto es plagio? ¿Es reinterpretación? ¿El Rey León es Hamlet? ¿Hamlet no fue, acaso, también un afano de leyendas anteriores?
Es cierto, no hay nada nuevo bajo el sol. No por eso deja de valer la pena sentir el sol en la cara.
Qué hago acá
Qué hago acá, es lo que se preguntaba, como tantas otras veces se lo había preguntado, sentado en un duro banco de cemento, carcomido, tallado, en una celda del maldito pueblo a donde había llegado la noche anterior. Las paredes de color claro, indefinido, entre un blanco cal sucio y un amarillo hepático enfermizo, tachonadas de obscenidades y crípticos e incomprensibles grafos, todos superpuestos como deben estarlo allá en las entrañas de la tierra las capas de suelo de las distintas eras geológicas, y a su vez ocultando, en su confusión, similares rastros de tiempos idos, de los cuales sólo quedan éstos signos borrosos, indescifrables, Quien será Carlos, por qué estuvo acá, qué hacía él en ésta celda. Qué hago acá, volvió a preguntarse, pero las rejas oscuras y oxidadas no le daban una respuesta. Nunca hubo una respuesta a esa pregunta, que más que pregunta era una manifestación retórica de perplejidad, quizás fuera el único rastro perceptible de la voz de su consciencia, si alguien como él pudiera decirse que tuviera consciencia. Entreverado entre las piernas de la mujer de un amigo, a punto de llegar al instante culminante de la relación que metódica y mecánicamente venía consumando, después de haberla planificado durante largo tiempo con arte y con maña, y cuando debería estar pensando en lo que estaba haciendo, o en nada, cuando sus sentidos deberían estar contraídos al rigor de la acción inmediata, la pregunta lo había distraído, podría decirse que con suerte, una especie de dilatoria artimaña que lo entretuvo un rato, no tanto el tiempo que le llevó preguntarse Qué hago acá, si no más bien el lapso que hizo rodar la idea en su cabeza, como quien juega con una pastilla en la boca postergando el momento de ceder a la tentación de morderla; lo que lo entretuvo más que la pregunta en sí misma, a la cual no le dio respuesta, como siempre o como nunca, mejor dicho, fue el hecho de que se le presentara en ese preciso momento, todo esto igual decíamos que con suerte, como cabalmente puede atestiguar la mujer del susodicho amigo que pudo disfrutar no una si no dos veces ese tiempo extra añadido al regular ir y venir de las caderas de él. También otra vez, mientras salía del Banco con un paquete conteniendo una abultada pila de esos papeles que damos en llamar dinero, prosaicos representantes de una convención por la cual asignamos a cierta abstracción sustentada se supone que en el oro, aunque dudo que esta explicación renacentista del verdadero ser del papel moneda siga vigente hoy, ya no son papeles respaldados por metálico, son símbolos apoyados en la fe que todos tenemos en su valor, y es esa fe lo que les da justamente ese valor, vaya paradoja; pero él, saliendo del Banco no se hacía semejante planteo podríamos decir ontológico, no: lo que pensaba es Que hago acá, como sorprendido más que por la inmoralidad de la estafa que había cometido, por la facilidad de llevarla a cabo, como si el rol que hubiera estado desempeñando fuera más de actor que como de hecho era, de guionista y director. Y tantas otras veces, que ahora no vale la pena enumerar, que para ejemplo bastan dos casos y además como veremos, cuando salga de esa celda en la que se encuentra ahora y comparezca ante una suerte de improvisado tribunal, conformado no por abogados ni jueces ni fiscales si no por la población en pleno del pueblo, será confrontado con éstos dos casos y con otros muchos más, situaciones algunas de las que había perdido incluso la memoria, aunque convenientemente refrescadas por el decir de uno u otro poblador, no tuvo más remedio que admitir, Si, yo lo hice, Si, efectivamente ese fui yo, aunque todo el tiempo poseído por esa perenne e incómoda sensación de que el protagonista de todos y cada uno de esos desaguisados, no había sido él, como si el toda su vida se hubiera mirado a si mismo desde afuera. Aunque la noche anterior, cuando llegó al pueblo a última hora de la tarde y se acodó en la barra del bar que no sólo era el único que estaba abierto si no que era el único existente, parecía en cambio más que dispuesto no sólo a admitir esas tropelías, incluso a ufanarse de ellas, quizás en virtud de las sucesivas ginebras que se fue echando al coleto o quizás por las excelentes dotes sonsacatorias del gallego tras la barra y de los parroquianos que se fueron juntando a su alrededor, quienes dándole charla y festejándole las anécdotas le sirvieron de público perfecto para que él demuestre su amplio repertorio de lo que podíamos llamar la auténtica viveza criolla. La improbable secuencia de acontecimientos que, amparadas en la modorra del alcohol y la sombra de la noche, dio con sus huesos en aquella celda donde comenzara éste relato, y que ahora ya avanzado el otro día, lo ponía en situación decíamos de ser juzgado, por éstos que ahora lo miraban terribles, todos sentados a su alrededor en la galería del colegio, y él con las piernas demasiado encogidas, en una silla que evidentemente estaba pensada para un niño y que en su pequeñez y ridiculez lo ponía aún más en una situación de inferioridad, es quizás demasiado retorcida y banal para relatarla minuto a minuto. También los testimonios que se fueron sucediendo serían muy extensos para caber, pormenorizados, en éste sucinto manifiesto que estamos elaborando aquí. En cambio resalta en toda su rareza, como una piedra oscura en una playa de arena blanca, el hecho de que al parecer todos y cada uno de los damnificados por el accionar de toda su vida parecieran estar, si bien no de cuerpo presente, pues algunos habían fallecido, si al menos representados en éste pueblo perdido y lejano, dejado de la mano de dios. Si me preguntan a mi debo admitir que no tengo ninguna explicación para éste hecho, y él tampoco se lo preguntaba. Se limitó durante todo el día a escuchar y a asentir, y a preguntarse cada tanto, de nuevo, Que hago acá, como si esa letanía, por reiterada y conocida, le diera a su mente un asidero con ésta realidad que se le escapaba entre los dedos. Por fin, la situación cambió, y el lento transcurrir de segundos pareció tomar impulso y acelerarse, cuando quien decía ser el intendente, un viejito de mirada simpática y benevolente, pero a la vez severa, se levantó y dijo, Hemos terminado con la presentación de pruebas y alegatos, ¿tiene el acusado algo que decir en su descargo? Él levantó la vista, separándola penosamente de la rendija entre dos baldosas, una de ellas ocre y la otra amarilla, que lo había fascinado durante los últimos diez minutos, y abrió la boca, pero sólo pudo articular, Que hago acá, Acá, le dijo el viejito, ahora mucho más severo que benevolente, estás siendo juzgado, y el juicio acaba de terminar. Sólo resta dictar sentencia, lo cual en vista de los sucesos presentados no será difícil. La directora de la escuela, sentada un poco más atrás, se levantó, y con su pelo recogido en un casto rodete y sus horribles anteojos de marco grueso, aflautó la voz para decir, La sentencia es, condenado a Muerte. Ni por un instante se le ocurrió a él protestar por lo absurdo e increíble de la situación, ni decirles, quienes son ustedes, cómo se creen con derecho a juzgarme. Muy por el contrario su comportamiento, cómo tantas otras veces, ya lo dijimos, se le antojaba extraño, externo, pero a la vez inevitable, así que cuando todos mansamente salieron y caminaron hacia la plaza del pueblo, él hizo lo mismo, no iba ni siquiera esposado, aunque sí rodeado por un numeroso grupo de gente, que aunque lo cercaba estrechamente, se mantenía a distancia prudencial. Como caminaba con la cabeza gacha no llegó a ver la horca hasta que prácticamente se tropezó con ella, una tosca estructura de madera que uno asocia inmediatamente con los westerns o las películas de piratas. Sin que mediara una palabra, supo lo que se esperaba de él, y caminó por detrás, subió los escasos peldaños, allí arriba lo esperaba el cantinero, el gallego, haciendo su papel de verdugo, aunque a diferencia del estereotipo no llevaba la cabeza cubierta si no que lo miraba tranquilo, se podría decir que indiferente. Hubo un silencio, un aumento en la tensión en el aire, que se cargó de expectativa, mientras le pasaban la soga al cuello, paseó su mirada por la población, que se iba convirtiendo en meras siluetas mientras la última luz del día moría, estuvo a punto, a punto de decir Perdón, pero sin saber por qué, no lo hizo. Así que el viejito cuyo gesto ya de severo había pasado redondamente a grave, bajó apenas la cabeza y el gallego accionó la palanca, el suelo de madera se abrió bajo sus pies y cayó, apenas cincuenta centímetros y la soga no llegó ni siquiera a tensarse, y de repente todos estallaron en carcajadas, y él al fin cayó en la cuenta de lo ridículo que se veía ahí, parado bajo esa hamaca, era una hamaca al final no una horca, es raro todo, y la gente se reía y se reía. Cómo alucinado notó la soga, que pendía floja, sobre su hombro, y el gallego que lo miraba y se reía y se enjugaba las lágrimas de risa. Ofuscado, se fue para el hotel donde había dejado las cosas, casi sin mirar alrededor, sintiéndose levemente estafado, bastante estúpido, un poco ridículo y sumamente enojado. No podía siquiera recordar a que mierda había venido al pueblo. Juntó sus escasos petates, pagó en recepción, donde un todavía risueño dependiente lo miró levemente divertido, con una de esas sonrisas que no está en los labios si no en los ojos, agarró el auto y salió por fin de ahí, a la monotonía rectilínea de la ruta. Y acá es donde las cosas se ponen verdaderamente enigmáticas, y si no tuvimos o no quisimos dar una explicación para ciertos hechos narrados antes, mucho menos lo habremos de hacer ahora, cuando el auto, lanzado a ciento cuarenta kilómetros por hora, se desvía de la calzada, avanza unas decenas de metros a los saltos por la banquina y por fin se dirige casi recto hacia uno de los enormes árboles que bordean la ruta. Quizás se trate de una falla que el encargado del garage del hotel, que todavía se está riendo, u otro cualquiera de los habitantes del pueblo que si los viéramos ahora, parecen seguir con sus vidas normales aunque con cierto tono zumbón, como si el eco de la broma o la jugarreta o la satisfacción de la justicia consumada aún les rodara por el interior, decía una falla que cualquiera de ellos podría haber causado en el vehículo, tan sensibles son éstas complejas máquinas modernas. Quizás fuese que él se quedó adormilado, que sus ojos se entrecerraron por unos segundos y su mano derecha levemente más pesada que la izquierda desvió el volante hacia ese lado, no sería la primera vez que pasa, basta leer cualquier diario cualquier día para ver a cuanta gente le pasa algo similar. O quizás fuese otra cosa, la realidad es así de compleja y no está en nuestra mano poder explicarla y a veces ni siquiera describirla. Pero eso no importa. A último momento él se ve, siempre como un espectador de su propia vida, ve la luz del coche iluminar fugazmente los pastizales, adivina allá adelante el tronco sobre el cual se estrellará dentro de una décima de segundo, siente la textura del volante, el olor rancio del interior viciado del auto por última vez, y por última vez, ahora si, se pregunta, Qué hago acá.
En fin, me estoy yendo por las ramas. A lo que iba es que el cuento que resucito hoy, fue escrito por mí como versión libre del argumento de una película que me narró mi viejo. La película posiblemente fuera italiana: qui lo sá. ¿Esto es plagio? ¿Es reinterpretación? ¿El Rey León es Hamlet? ¿Hamlet no fue, acaso, también un afano de leyendas anteriores?
Es cierto, no hay nada nuevo bajo el sol. No por eso deja de valer la pena sentir el sol en la cara.
Qué hago acá
Qué hago acá, es lo que se preguntaba, como tantas otras veces se lo había preguntado, sentado en un duro banco de cemento, carcomido, tallado, en una celda del maldito pueblo a donde había llegado la noche anterior. Las paredes de color claro, indefinido, entre un blanco cal sucio y un amarillo hepático enfermizo, tachonadas de obscenidades y crípticos e incomprensibles grafos, todos superpuestos como deben estarlo allá en las entrañas de la tierra las capas de suelo de las distintas eras geológicas, y a su vez ocultando, en su confusión, similares rastros de tiempos idos, de los cuales sólo quedan éstos signos borrosos, indescifrables, Quien será Carlos, por qué estuvo acá, qué hacía él en ésta celda. Qué hago acá, volvió a preguntarse, pero las rejas oscuras y oxidadas no le daban una respuesta. Nunca hubo una respuesta a esa pregunta, que más que pregunta era una manifestación retórica de perplejidad, quizás fuera el único rastro perceptible de la voz de su consciencia, si alguien como él pudiera decirse que tuviera consciencia. Entreverado entre las piernas de la mujer de un amigo, a punto de llegar al instante culminante de la relación que metódica y mecánicamente venía consumando, después de haberla planificado durante largo tiempo con arte y con maña, y cuando debería estar pensando en lo que estaba haciendo, o en nada, cuando sus sentidos deberían estar contraídos al rigor de la acción inmediata, la pregunta lo había distraído, podría decirse que con suerte, una especie de dilatoria artimaña que lo entretuvo un rato, no tanto el tiempo que le llevó preguntarse Qué hago acá, si no más bien el lapso que hizo rodar la idea en su cabeza, como quien juega con una pastilla en la boca postergando el momento de ceder a la tentación de morderla; lo que lo entretuvo más que la pregunta en sí misma, a la cual no le dio respuesta, como siempre o como nunca, mejor dicho, fue el hecho de que se le presentara en ese preciso momento, todo esto igual decíamos que con suerte, como cabalmente puede atestiguar la mujer del susodicho amigo que pudo disfrutar no una si no dos veces ese tiempo extra añadido al regular ir y venir de las caderas de él. También otra vez, mientras salía del Banco con un paquete conteniendo una abultada pila de esos papeles que damos en llamar dinero, prosaicos representantes de una convención por la cual asignamos a cierta abstracción sustentada se supone que en el oro, aunque dudo que esta explicación renacentista del verdadero ser del papel moneda siga vigente hoy, ya no son papeles respaldados por metálico, son símbolos apoyados en la fe que todos tenemos en su valor, y es esa fe lo que les da justamente ese valor, vaya paradoja; pero él, saliendo del Banco no se hacía semejante planteo podríamos decir ontológico, no: lo que pensaba es Que hago acá, como sorprendido más que por la inmoralidad de la estafa que había cometido, por la facilidad de llevarla a cabo, como si el rol que hubiera estado desempeñando fuera más de actor que como de hecho era, de guionista y director. Y tantas otras veces, que ahora no vale la pena enumerar, que para ejemplo bastan dos casos y además como veremos, cuando salga de esa celda en la que se encuentra ahora y comparezca ante una suerte de improvisado tribunal, conformado no por abogados ni jueces ni fiscales si no por la población en pleno del pueblo, será confrontado con éstos dos casos y con otros muchos más, situaciones algunas de las que había perdido incluso la memoria, aunque convenientemente refrescadas por el decir de uno u otro poblador, no tuvo más remedio que admitir, Si, yo lo hice, Si, efectivamente ese fui yo, aunque todo el tiempo poseído por esa perenne e incómoda sensación de que el protagonista de todos y cada uno de esos desaguisados, no había sido él, como si el toda su vida se hubiera mirado a si mismo desde afuera. Aunque la noche anterior, cuando llegó al pueblo a última hora de la tarde y se acodó en la barra del bar que no sólo era el único que estaba abierto si no que era el único existente, parecía en cambio más que dispuesto no sólo a admitir esas tropelías, incluso a ufanarse de ellas, quizás en virtud de las sucesivas ginebras que se fue echando al coleto o quizás por las excelentes dotes sonsacatorias del gallego tras la barra y de los parroquianos que se fueron juntando a su alrededor, quienes dándole charla y festejándole las anécdotas le sirvieron de público perfecto para que él demuestre su amplio repertorio de lo que podíamos llamar la auténtica viveza criolla. La improbable secuencia de acontecimientos que, amparadas en la modorra del alcohol y la sombra de la noche, dio con sus huesos en aquella celda donde comenzara éste relato, y que ahora ya avanzado el otro día, lo ponía en situación decíamos de ser juzgado, por éstos que ahora lo miraban terribles, todos sentados a su alrededor en la galería del colegio, y él con las piernas demasiado encogidas, en una silla que evidentemente estaba pensada para un niño y que en su pequeñez y ridiculez lo ponía aún más en una situación de inferioridad, es quizás demasiado retorcida y banal para relatarla minuto a minuto. También los testimonios que se fueron sucediendo serían muy extensos para caber, pormenorizados, en éste sucinto manifiesto que estamos elaborando aquí. En cambio resalta en toda su rareza, como una piedra oscura en una playa de arena blanca, el hecho de que al parecer todos y cada uno de los damnificados por el accionar de toda su vida parecieran estar, si bien no de cuerpo presente, pues algunos habían fallecido, si al menos representados en éste pueblo perdido y lejano, dejado de la mano de dios. Si me preguntan a mi debo admitir que no tengo ninguna explicación para éste hecho, y él tampoco se lo preguntaba. Se limitó durante todo el día a escuchar y a asentir, y a preguntarse cada tanto, de nuevo, Que hago acá, como si esa letanía, por reiterada y conocida, le diera a su mente un asidero con ésta realidad que se le escapaba entre los dedos. Por fin, la situación cambió, y el lento transcurrir de segundos pareció tomar impulso y acelerarse, cuando quien decía ser el intendente, un viejito de mirada simpática y benevolente, pero a la vez severa, se levantó y dijo, Hemos terminado con la presentación de pruebas y alegatos, ¿tiene el acusado algo que decir en su descargo? Él levantó la vista, separándola penosamente de la rendija entre dos baldosas, una de ellas ocre y la otra amarilla, que lo había fascinado durante los últimos diez minutos, y abrió la boca, pero sólo pudo articular, Que hago acá, Acá, le dijo el viejito, ahora mucho más severo que benevolente, estás siendo juzgado, y el juicio acaba de terminar. Sólo resta dictar sentencia, lo cual en vista de los sucesos presentados no será difícil. La directora de la escuela, sentada un poco más atrás, se levantó, y con su pelo recogido en un casto rodete y sus horribles anteojos de marco grueso, aflautó la voz para decir, La sentencia es, condenado a Muerte. Ni por un instante se le ocurrió a él protestar por lo absurdo e increíble de la situación, ni decirles, quienes son ustedes, cómo se creen con derecho a juzgarme. Muy por el contrario su comportamiento, cómo tantas otras veces, ya lo dijimos, se le antojaba extraño, externo, pero a la vez inevitable, así que cuando todos mansamente salieron y caminaron hacia la plaza del pueblo, él hizo lo mismo, no iba ni siquiera esposado, aunque sí rodeado por un numeroso grupo de gente, que aunque lo cercaba estrechamente, se mantenía a distancia prudencial. Como caminaba con la cabeza gacha no llegó a ver la horca hasta que prácticamente se tropezó con ella, una tosca estructura de madera que uno asocia inmediatamente con los westerns o las películas de piratas. Sin que mediara una palabra, supo lo que se esperaba de él, y caminó por detrás, subió los escasos peldaños, allí arriba lo esperaba el cantinero, el gallego, haciendo su papel de verdugo, aunque a diferencia del estereotipo no llevaba la cabeza cubierta si no que lo miraba tranquilo, se podría decir que indiferente. Hubo un silencio, un aumento en la tensión en el aire, que se cargó de expectativa, mientras le pasaban la soga al cuello, paseó su mirada por la población, que se iba convirtiendo en meras siluetas mientras la última luz del día moría, estuvo a punto, a punto de decir Perdón, pero sin saber por qué, no lo hizo. Así que el viejito cuyo gesto ya de severo había pasado redondamente a grave, bajó apenas la cabeza y el gallego accionó la palanca, el suelo de madera se abrió bajo sus pies y cayó, apenas cincuenta centímetros y la soga no llegó ni siquiera a tensarse, y de repente todos estallaron en carcajadas, y él al fin cayó en la cuenta de lo ridículo que se veía ahí, parado bajo esa hamaca, era una hamaca al final no una horca, es raro todo, y la gente se reía y se reía. Cómo alucinado notó la soga, que pendía floja, sobre su hombro, y el gallego que lo miraba y se reía y se enjugaba las lágrimas de risa. Ofuscado, se fue para el hotel donde había dejado las cosas, casi sin mirar alrededor, sintiéndose levemente estafado, bastante estúpido, un poco ridículo y sumamente enojado. No podía siquiera recordar a que mierda había venido al pueblo. Juntó sus escasos petates, pagó en recepción, donde un todavía risueño dependiente lo miró levemente divertido, con una de esas sonrisas que no está en los labios si no en los ojos, agarró el auto y salió por fin de ahí, a la monotonía rectilínea de la ruta. Y acá es donde las cosas se ponen verdaderamente enigmáticas, y si no tuvimos o no quisimos dar una explicación para ciertos hechos narrados antes, mucho menos lo habremos de hacer ahora, cuando el auto, lanzado a ciento cuarenta kilómetros por hora, se desvía de la calzada, avanza unas decenas de metros a los saltos por la banquina y por fin se dirige casi recto hacia uno de los enormes árboles que bordean la ruta. Quizás se trate de una falla que el encargado del garage del hotel, que todavía se está riendo, u otro cualquiera de los habitantes del pueblo que si los viéramos ahora, parecen seguir con sus vidas normales aunque con cierto tono zumbón, como si el eco de la broma o la jugarreta o la satisfacción de la justicia consumada aún les rodara por el interior, decía una falla que cualquiera de ellos podría haber causado en el vehículo, tan sensibles son éstas complejas máquinas modernas. Quizás fuese que él se quedó adormilado, que sus ojos se entrecerraron por unos segundos y su mano derecha levemente más pesada que la izquierda desvió el volante hacia ese lado, no sería la primera vez que pasa, basta leer cualquier diario cualquier día para ver a cuanta gente le pasa algo similar. O quizás fuese otra cosa, la realidad es así de compleja y no está en nuestra mano poder explicarla y a veces ni siquiera describirla. Pero eso no importa. A último momento él se ve, siempre como un espectador de su propia vida, ve la luz del coche iluminar fugazmente los pastizales, adivina allá adelante el tronco sobre el cual se estrellará dentro de una décima de segundo, siente la textura del volante, el olor rancio del interior viciado del auto por última vez, y por última vez, ahora si, se pregunta, Qué hago acá.
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