Nunca me gustó el fútbol. Ni mirarlo ni jugarlo. Mi máxima hazaña deportiva consistió en revolearlo por el aire al gordo Paulella en la histórica final 7mo "A" versus 7mo "B" del '84. Nuestra mediocampo y delantera tenían dominado el match, y mi intervención en el puesto de defensor se limitaba a putear a los del "B" y charlar con Gu que estaba en el arco. Repentinamente, de entre la remota polvareda - es notorio como cuando uno es chico, el mundo parece más grande - se desprende un malón encabezado por el susodicho gordo, que más que gordo era grande, por aquel entonces a mi me parecía que medía 2 metros por 2 metros por 2 metros. Encaró con furia hacia nuestra área, arrastrando tras de si a tres o cuatro de los nuestros. Semejaba un gran danés en una riña de caniches. Coraje nunca me faltó: me hice eco de las sabias palabras de mi abuelo "la pelota pasa, el jugador no", lo encaré al trotecito y cuando lo tuve a tiro le revolié un guadañazo rastrero que produjo el notable, imprevisto, azaroso y doble efecto de dejar la pelota entre mis pies y hacerlo volar al gordo dos metros, arrastrándose luego otro tanto por el arenal que llamábamos campo de juego. Rápidamente recuperado de la sorpresa de estar no sólo con vida si no en posesión del esférico, encaré por el lateral a todo lo que me daban las patas - que era bastante - hacia el área de ellos, mandé un zapatazo con aires de centro hacia la medialuna y continué mi carrera hacia rumbos más lejanos para evitar que el gordo me alcanzara y me matara. Esa fué la última vez que jugué un partido de fútbol.
Habida cuenta entonces de mi escaso interés por el balompié, más notorio es entonces que uno de los juguetes que más añoro de mi infancia, sea una pelota de fútbol, de cuero, color naranja pero cuando digo naranja digo NARANJA RABIOSO. Me la regalaron los Reyes, o Papá Noel, yo tendría entre cuatro y siete años. Como se puede apreciar mis recuerdos son difusos, en parte porque la tuve tan poco tiempo que no logro asociar ningún evento significativo con la posesión de la pelota, y en parte porque el recuerdo de la pelota eclipsa los detalles circundantes. O tal vez es sólo el paso del tiempo, quien sabe.
Tampoco hay una explicación racional. ¿Qué tenía esa pelota de fantástico? Nada. Yo no había pedido una pelota, no me interesaba el fútbol, era (sigo siendo) en general un auténtico patadura, habría con seguridad miles, millones de pelotas mejores, midiendo por cualquier parámetro. Más profesionales, más lindas, más prácticas, más livianas, mejor cosidas, más simétricas. Pero a mi me encantaba mi pelota naranja. Desde el primer momento que la vi, ejerció sobre mi una fascinación sobrenatural. No se convirtió sin embargo en objeto de culto: inmediatamente la puse en juego y me dediqué a patear, torpemente como siempre, pero disfrutando como un poseso.
Poco tiempo después, y tiene que haber sido muy poco realmente porque a esa edad por ejemplo las vacaciones de verano duran lo que aparenta ser un año completo, fuimos con mi familia a un lugar que llamábamos "la higuera". Era un descampado a orillas del río, de bastante difícil acceso y donde como ya se habrá intuído, había una higuera. Por supuesto yo me puse a jugar con la pelota naranja. En un determinado momento, no recuerdo quién, si yo o alguno de mis hermanos, (y esta ausencia de detalles me tortura), la pelota fue a caer al río, lo suficientemente lejos como para no poder alcanzarla con una rama. El río es profundo, correntoso. Además no debía ser verano, porque nadie se metió. No me acuerdo si mi viejo intentó rescatarla. Recuerdo que yo le tiraba piedras, mas allá de donde estaba, con la intención de que las olitas la acercaran a la orilla. Pero ese truco solo funciona en lagos o estanques: en éste caso, la corriente la fue arrastrando, cada vez más rápido, cada vez más lejos. Por un tiempo, aunque la pelota ya estaba perdida y yo ya no tenía la más mínima esperanza de recuperarla, corrí desesperado por la orilla, sin saber que hacer. Luego seguramente, el cansancio, alguna anfractuosidad del terreno o recoveco del río me impidió seguirla. La contemplé largo rato, mientras se alejaba corriente abajo: su color naranja la hacía fácil de distinguir aún a la distancia, resaltando sobre el agua oscura. Después, no la vi más.
Tuve antes que esa, y después seguramente, otras pelotas. Las de goma marrón, alguna de cuero blanco, otras que en su medianía pasaron sin dejar huella. El fútbol nunca me gustó, aunque ahora que lo pienso es probable que mi aversión a éste deporte provenga de éste incidente.
A veces, como anoche, sueño con la pelota naranja. Sin embargo, no logro recordar que era lo que me gustaba de ella, ni la alegría que tuve mientras la tenía.
Sólo la veo flotar, corriente abajo, cada vez mas lejos.
18 de diciembre de 2008
4 de diciembre de 2008
Tres en un bar
Carmen se removió nerviosa en su silla. Lo miró a Julián y le dijo, ¿pero vos creés que tardará mucho más?. Ni idea, le contestó el, como quien no quiere la cosa, la mirada sesgada e impertérrita, dirigiéndose hacia afuera por el ventanal. Por la vereda, unos iban y otros venían, aunque en el fondo todos seguían en el mismo lugar. Porque a mi me dijo que a eso de las siete iba a estar por acá, si sale del trabajo seis y media y está acá nomás, insistió ella. Mirá, no te preocupes, debe estar por llegar, le habrá surgido algo, hizo como que la tranquilizaba él. Bueh, se resignó ella, por suerte pasabas vos justo por acá y puedo pasar el rato charlando con alguien. Julián se dio vuelta y la miró, repentinamente ofendido: no, bueno, si es nada más que por eso, si soy un pasatiempo... con un sutil movimiento de caderas, como amagando amagar a pararse. ¡No! se rió ella, con esa risa franca que a Julián tanto le gustaba, disculpá, no quise decir eso. Quizás sea el destino que hoy nos teníamos que encontrar acá, ella lanzó la frase más como un lugar común para esquivar el mal paso que un intento serio de conversar. ¿El Destino?, dijo él, resaltando la mayúscula, no me vas decir que crees en esas cosas. Miralo vos, al señor razonamiento, le retrucó ella, reduciendo el asunto a creer o no creer. Es que hay cuestiones tan evidentes que no necesitan pruebas, contestó él encorvándose sobre el poso de su café, ¿cómo alguien puede creer en el destino? Es decir, según vos, y la miró directo a los ojos, existe cierto plan, cierto guión escrito preexistente, en virtud del cual todos nosotros somos meros actores y nuestra función en la vida es limitarnos a seguir unas huellas que ya venían plantadas de antes?. Finalizó la oración con un dejo inquisitivo, punzante. Ella, cautivada por esos ojos celestes, insondables, replicó: Claro, vos siempre argumentando con ejemplos absurdos. Por supuesto que no creo que exista un diseño superior, un plan concreto creado por Dios o como se llame. Pero no me podés negar que a veces pareciera... dudó antes de continuar: que ciertos hecho a veces parecen predestinados a ocurrir, o que ciertas personas arrastran consigo un sino, una misión, cierto vector que guía sus vidas. En absoluto, dijo él, siempre vehemente, lo niego y lo niego absolutamente. Yo creo que todo ocurre porque... se interrumpió, mirando por encima del hombro de ella, ¿Ves? Te dije que no iba a tardar. Se incorporó y lo llamó a Luis, que oteaba desde la puerta. ¡Hola! saludó el recién llegado, a Julián con un masculino raspar de mejillas y un mutuo chasquido al aire, a ella con un leve beso en los labios. ¿En que andaban? Acá, filosofando, contestó ella, pero Luis miraba inquisitivamente a Julián, que, incómodo, medio como que tuvo que explicar: no, lo que pasa es que justo pasaba por acá a la salida del laburo, y la vi a ella sola mirando para afuera, y bueh! entré a saludar. Es que me dijiste que a las siete estabas... amagó ella, pero Luis la cortó en seco, lo que pasa es que justo recibieron en la oficina un pedido de un presupuesto a último momento, y viste como es en esa empresa de mierda, el único boludo que hace las cosas soy yo, si no, no lo hacía nadie. Se hizo un silencio momentáneo. Julián, distraído, volvía a mirar para afuera. Carmen seguía un poquito enfurruñada, y Luis procuraba infructuosamente atraerse la atención del mozo. Al fin lo logró, emitió la seña universal para pedir un café, y dándose vuelta, les preguntó, de buen talante, ¿y sobre qué filosofaban? Nada, charlábamos, como para pasar el tiempo, lanzó Julián, y Carmen creyó aún percibir en su tono de voz cierta amargura, pero lo desarmó con su sonrisa, es que yo le decía a él que creo que ciertas cosas están regidas por el Destino, no se bien cómo explicarlo, pero... Boludeces, le cortó Luis, ¿cómo vas a decir eso? No existe el Destino, el devenir de nuestras vidas nos lo vamos forjando nosotros, con nuestras acciones y nuestras decisiones... Pará un cachito, lo cortó Julián, me parece que voy a tener que hacer un poco de abogado del diablo, así como antes yo le decía a ella que no creo en el Destino, tampoco me convence demasiado la teoría del libre albedrío que vos postulás. ¿Cómo? Luis lo miró sorprendido, me extraña de vos, un tipo pensante, que digas eso, ¿acaso creés que no tenés libertad de decidir por vos mismo? Relativamente, contemporizó el, con un movimiento pendulante de las manos sobre su regazo. Pensá: las decisiones que cada uno de nosotros cree tomar con entera libertad, están condicionadas por infinidad de factores culturales, sociales, tu estado de ánimo, el entorno... No me vengas con esa perorata de psicobolche, lo cortó Luis, pero Julián siguió, inmutable, más bien mirando para el lado de Carmen que respondiéndole a Luis: ...a su vez, existen miles de imponderables, hechos fortuitos, el azar... Cuando nosotros nos conocimos, mejor dicho, cuando empezamos a salir, yo creo que fue el Destino, interrumpió ahora Carmen, que había seguido el anterior peloteo bamboleando la cabeza de un lado al otro, y que ahora se dirigía a Luis. ¿Te acordás? Hace dieciocho meses, en esa fiesta en lo de Rolo... Claro que me acuerdo, replicó él, un tanto fastidiado, mientras recibía la tacita y la masita seca de manos del mozo, pero ¿Destino? ¡Ja! Por empezar, fue tu primo, Dalmiro, que Rolo le avisó que festejaban el aniversario y decidió invitarte a vos. Libre albedrío. En segundo lugar, fui yo que acepté la invitación de Rolo y Helena, nuevamente una decisión. Y en tercer lugar... bueno, esto no se si sabías, pero yo le pedí acá a Julián, que nos haga un poco de, en fin, gancho. ¿Qué? ella estaba sorprendida, los miraba a ambos con su hermosa boca un tanto entreabierta. ¿Qué pasa? dijo Luis, no tiene nada de malo. No le pedí que mintiera ni que hiciera nada extraño, sólo fue y te habló un poco de mi... el argumento pareció diluírse y ceder a su propia insubstancialidad, y Luis se quedó callado. Meticulosamente se dedicó a azucarar y empezar su café. Julián, incómodo, miraba nuevamente para afuera. Ella, sin saber por qué pero sintiéndose dolida, incluso un poco estafada, miraba cejijunta alternativamente a uno y a otro. Al final, estalló: ¡no puedo creer que nunca me hayas contado ésto!. Luis cometió el primer error de una cadena que desenlazaría pocos días después en su separación, bueno, al fin y al cabo, que tanto espamento, es una boludez... ¿Una boludez? ¿Una boludeeez? Algunos, desde las otras mesas, cogotearon para ver la fuente del estridente crescendo, ¿cómo vas a decir que el punto inicial de nuestra relación es una boludez? Luis, que venía de un largo y agotador día de trabajo, no pudo reprimir un revoleo de ojos y un leve aunque notorio rictus de hastío, dando así la segunda puntada a la mortaja de esa relación. Antes de que Carmen llegara a inflar sus pulmones para la siguiente estridencia, Julíán, viendo su oportunidad de escabullirse, se paró y dijo, Bueno, me tengo que ir, se me hace tarde. Luis y Carmen lo saludaron ausentes, concentrados ya en la riña venidera. Julián tiró unos pesos sobre la mesa y huyó hacia la puerta. Cuando salió, una ojeada a través del ventanal le permitió confirmar, por la manera enérgica de enarbolar el dedo de Carmen y su rápido movimiento de labios, y por la manera agobiada de Luis de desparramarse sobre la silla, que todo iba viento en popa. Es que las personas peligrosas de éste mundo se dividen en boludos e hijos de putas; al menos el boludo es disculpable porque no le pone mala intención. Julián, que por supuesto pertenecía a la segunda categoría, caminaba con las manos en los bolsillos, su labios incipientemente curvándose en una sonrisa un tanto siniestra, recordando la minuciosa espera, la artera llamada y la sutil manipulación que él sabía que se encaminaba rauda hacia el resultado buscado. ¿Destino? ¿Libre albedrío? ¡Ja, ja, ja! La risa estalló dentro de su cabeza. Dentro del bar, en la mesa cerca del ventanal, la hogera del infortunio ardía desbocada, esa hoguera que tan bien conocemos, cuyo combustible es la boludez y su detonante, la chispa de los hijos de puta.
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